La primera vez que lo vi me impresionó su porte, su andar y
un rostro casi perfecto coronado con una sonrisa a lo Clark Gable. Pasó y
apenas se fijó en mí, pero bastó un cruce de miradas para que el piso desapareciera
bajo mis pies.
Con el tiempo pude acercarme a él, me convertí en una
especie de mucama personal, lo atendía en lo que necesitara, siempre para él
estaba y en mi mente él estaba para mí.
Un día no pude con mis ganas y lo espié mientras se duchaba,
ahora era un fuego que recorría mi cuerpo al ritmo de sus manos enjabonándose, la
lujuria obró y mis ojos se posaron en su miembro, tuve que taparme la boca para
no gritar, al borde del desmayo salí corriendo. Me acosté y soñé.
Creo que él sabía de la atracción que ejercía en mí. Pequeños
roces, guiños, palabras. Y entonces sucedió, una mañana me convocó a su cuarto
con la excusa de darme ropa para lavar, al llegar, ahí estaba, apoyado en su
escritorio, toalla a la cintura, pelo húmedo, unas gotas perlaban su frente y
su pecho, alcancé a adivinar su excitación bajo la toalla. Me acerqué con todo el
miedo del mundo y él me rodeó la cintura con sus brazos, mis labios buscaron
sus labios, mi mano buscó el objeto de mis desvelos. Me tomó ahí, sobre el
escritorio como en las películas, era mi primera vez, un dolor gozoso me
atravesó, mi corazón saltaba de amor, de un dulce amor. No recuerdo si fueron diez minutos o una hora y nos despedimos con un beso furtivo, clandestino, como nuestro
amor.
Fue una relación de casi un año, uno de los años mas felices
de mi vida, 1973, nada volvió a ser lo mismo.
En diciembre se graduó de Alférez de la FAA, mi cadete era ahora
un oficial. A mi me dieron de baja en la última tanda, la colimba había llegado
a su fin. Volví a casa, a mis viejos, a salir con la barra del barrio, a pasear
con mi novia y a soñar con mi cadete eterno.