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sábado, 23 de julio de 2011

El traidor.


En un monte apenas elevado del terreno se encuentran el maestro y su discípulo, frente a ellos la inconmensurable inmensidad del desierto que se funde en el horizonte con un cielo celeste e infinito.

-Maestro ¿por qué me has llamado?

-Te necesito. Mi legado depende de ti, has sido llamado a cumplir un rol importante en el mensaje que quiero llevar a la humanidad. Pero no persigo ciega obediencia, deseo un favor de amigo.

-Maestro… amigo… dime lo que deseas y lo cumpliré.

-Mi sacrificio será grande, pero lo que he de pedirte tornará al tuyo inmenso. Yo seré recordado, venerado y  amado; tú, en cambio, serás aborrecido. Tu nombre no le será dado a ningún niño, tu persona será sinónimo de codicia, envidia y traición; mas cuando seamos eternos te sentarás a mi diestra en muestra de mi gratitud.

-Te escucho…

Luego de serle revelado el plan maestro y discípulo se estrecharon en un abrazo, amargas lágrimas rodaron por sus mejillas. Uno se encaminó colina abajo, el otro permaneció sumido en un profundo dolor pero con el corazón en paz. Su amigo y maestro lo había elegido y no lo defraudaría.

Los hechos ocurrieron tal y como lo había planeado el maestro, el discípulo cumplió su rol de manera perfecta. Días después su cadáver fue hallado colgado de un árbol, bajo su oscilante cuerpo, en el arenoso suelo, brillaban treinta  monedas de plata.

La historia atribuyó tan aciago fin al insoportable peso de la culpa.

Pero Judas Iscariote se suicidó porque no pudo soportar el dolor de perder a su amigo.