Perdido por perdido, no encontrado me siento. Ayer desandaba
el camino solo, hoy me acompañan mis fantasmas, nos soy quien para ahuyentarlos,
tampoco me animo y en realidad no sé si quiero. Una cosa lleva a la otra y en
la gran balanza de la vida, la muerte es lo que más pesa. Sigo mi rumbo por la senda
con mi pesado equipaje, mis fantasmas, mi pasado; levanto la vista y creo atisbar el comienzo
del futuro pero sigo sin siquiera acercarme. Quiero correr, acortar la distancia,
aunque sea asomarme a su misterio pero algo me detiene, siento la fría mano del
invierno que en una primavera se despide, mi corazón se va con él, como una
alondra sin alas condenada a arrastrase en el polvo.
Los susurros de los espectros nítidamente se cuelan en mis
oídos, presto atención y escucho voces que el pasado había enmudecido, tonos cálidos,
tentadores acordes. De repente mis ojos húmedos chocan con sus ojos metálicos y
centelleantes, se levanta una humareda que no deja ver, que hace lagrimear. La
muerte ríe o llora, no lo sé, nunca puede descifrar un sentimiento en ese
rostro descarnado donde priman esas dos cuencas vacías y oscuras que invitan a
dar el salto.
No sé si caí o salté pero para abajo y adentro voy, la caída
dura una eternidad hasta que el agua, tibia, me acoge en su seno, quiero nadar
pero no puedo, quiero salir, respirar, abro la boca y sólo agua entra, me
ahogo, pero no desespero. Acabo de comprender, es el fin del camino, los
fantasmas de ojos centelleantes y dulce voz me abandonan, el equipaje ya no
pesa.
Dirijo mi cabeza hacia arriba y veo a las dos cuencas, antes
oscuras, brillando en lo alto, invitándome a subir…